Fotografía: Centro de Información y Documentación Histórica UAM
Hace unos meses terminó una etapa más de la accidentada “reorganización” de la normatividad federal respecto a la ciencia en México (campo identificado ahora como de “humanidades, ciencia, tecnología e innovación”). La larga gestación de la nueva ley será tema provechoso para la historia de la ciencia, pues estuvo atravesada, entre otros hechos, por una multiplicidad de convocatorias de “consulta” poco claras en cuanto a objetivos, organización y resultados, por la denuncia —repetida pero sin consecuencias legales conocidas— del otorgamiento indebido de suculentas partidas presupuestales a grandes empresas extranjeras, por la acusación penal —igualmente sin efectos judiciales— de algunos académicos y funcionarios por supuestas irregularidades financieras, por la extinción de fideicomisos operados por instituciones académicas, por la sucesión espasmódica de varias versiones del reglamento del Sistema Nacional de Investigadores, y no en último término, por una serie de renuncias y nombramientos embrollados de responsables de áreas administrativas y directivos de centros de investigación dependientes del Conacyt (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, ahora Conahcyt: Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías).
Como se sabe, los resultados de tal decisión gubernamental han sido evaluados de manera encontrada. En el lado positivo se ha saludado el reconocimiento formal del derecho humano a la ciencia, la aceptación al menos verbal de la calidad científica de las humanidades (lo que incluye las ciencias sociales), la adopción expresa de la innovación como uno de los resultados de la generación de conocimiento científico y tecnológico, y la referencia positiva a los saberes acumulados a lo largo de los tiempos por los pueblos y comunidades indígenas, afromexicanos, campesinos y equiparables.
En el lado negativo se ha lamentado el fortalecimiento de la centralización administrativa y de decisiones, la eliminación de representantes electos de las comunidades científicas en la conducción y supervisión del Conahcyt, la hipoteca de una oscura “Agenda Nacional” para la libertad de la investigación científica y los programas de posgrado, la falta de la perspectiva de un incremento sistemático de la red de centros de investigación dependientes del Conahcyt y, ante todo, la inexplicable renuncia a la disposición legal válida desde hace casi dos décadas de que “el monto anual que el Estado —Federación, entidades federativas y municipios— destinen a las actividades de investigación científica y desarrollo tecnológico, deberá ser tal que el gasto nacional en este rubro no podrá ser menor al 1% del producto interno bruto del país…”.[1]
Independientemente de las diversas expectativas y temores acerca de los posibles impactos cortoplacistas de dicha ley y sus reglamentos pendientes durante el año y medio restante del actual gobierno federal, su promulgación constituye un impulso para analizar la situación de la investigación científica en el país, su docencia, su financiamiento, sus limitaciones estructurales y sus perspectivas a futuro.
Fotografía: Centro de Información y Documentación Histórica UAM
El filósofo Luis Villoro (Barcelona, 1922-Ciudad de México, 2014) no sólo destacó a nivel nacional e internacional como autor de importantes obras sobre epistemología, ética política, historia de la filosofía y aspectos clave de la cultura mexicana. También jugó un papel importante en la promoción y consolidación de instituciones de educación superior del país.[2] Especialmente relevante fue su contribución a la creación de la capitalina Universidad Autónoma Metropolitana —primera institución mexicana, por cierto, que desde sus inicios ha sostenido formal y laboralmente la inseparabilidad de la docencia universitaria de la investigación científica, entonces una novedad en casi todo el país, cuyas universidades públicas, como la mayoría de las universidades privadas actualmente, operaban como simples instituciones de docencia—. De 1974 a 1978 fungió como fundador y primer director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Unidad Iztapalapa, y siguió después formando parte todavía cinco años más como profesor-investigador del Departamento de Filosofía de dicha División, antes de reintegrarse al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, a cuya Facultad de Filosofía y Letras había ingresado como profesor de tiempo completo treinta años antes. Muy comentadas fueron su colaboración con el Partido Mexicano de los Trabajadores (fundado en 1974) y, en los últimos años de su vida, su intensa interacción con y su reflexión filosófico-política sobre el movimiento zapatista.
En 1974, la editorial Grijalbo publicó como número 141 de su “Colección 70” el pequeño volumen Signos políticos, una recopilación de artículos periodísticos de Luis Villoro aparecidos durante los años 1972 a 1974, sobre, como rezan los títulos de sus tres secciones, las “perspectivas mundiales”, la “coyuntura mexicana” y la “educación superior”. En el último de los tres textos incluidos en dicha sección el filósofo enfatiza que “desde sus inicios, las universidades tuvieron una función precisa que realizar: por una parte, la preparación de ciertos grupos que desempeñaban trabajos intelectuales que la sociedad consideraba indispensables (…); por la otra, la transmisión, acrecentamiento y reformulación del saber. En las sociedades modernas, fincadas en el desarrollo industrial y técnico, esa función tradicional cobra una importancia nueva” (p. 152).
En el también reproducido artículo titulado “Nuestro atraso científico”, publicado originalmente hace cincuenta años, el 7 de julio de 1973 en el periódico Excelsior, amplía la importancia de la segunda función mencionada y aboga por su intensificación en el país como única vía de salida de la situación de dependencia en la que se halla con respecto a los países del Norte. De manera magistral sintetiza las cuatro causas que considera las más importantes para explicar y comprender el persistente rezago de las ciencias mexicanas.
Después de comentar “la incompetencia de nuestras burguesías industriales” y “el dominio de los consorcios extranjeros” (pp. 145-146), pasa a considerar las dos causas que se refieren a las políticas públicas de entonces, pero que son dignas de ser analizadas hoy día con relación a la ley recientemente aprobada y a sus contextos institucionales.
Una de ellas es la “incomprensión del Estado: la mayoría de nuestros gobiernos siguen considerando el progreso de la ciencia como asunto de élites intelectuales, artículo de lujo, caro y poco redituable. No acaban de comprender que es un arma indispensable para lograr un desarrollo con cierta independencia. Por ello, o en otros casos por servir a intereses ajenos, no han prestado a las inversiones públicas en investigación y educación superior la importancia que tienen” (p. 146).
Y como la cuarta causa identifica “la hostilidad contra las universidades. Muchos grupos privilegiados, tanto económicos como políticos, son incapaces de admitir las universidades críticas, por considerarlas centros de impugnación contra el sistema. Pero las universidades son los principales centros de investigación en nuestros países…, uno de los instrumentos con que cuentan nuestras sociedades para disminuir su situación de dependencia” (p. 146).
Fotografía: Centro de Información y Documentación Histórica UAM
Tal incomprensión y desprecio no se limitan al nivel discursivo o al autoritarismo en la toma de decisiones sobre e incluso al interior de las instituciones académicas mexicanas. Se expresan también en los fríos números que dos páginas antes había lamentado Luis Villoro, pues según datos oficiales de entonces, mientras que en 1973 en Estados Unidos “la proporción del producto nacional bruto dedicado a investigación alcanza el 3.1%”, en México apenas “parece haber subido al 0.12% o 0.15%” (p. 145).
Conviene resaltar aquí tres aspectos que a veces se pierden de vista en el debate, pero que revelan el tamaño del problema de entonces y de hoy. Uno: no se está hablando del financiamiento del sector educativo o de la educación superior, sino solamente de investigación científica y tecnológica. Dos: no se está hablando del presupuesto gubernamental, sino del mucho mayor Producto Interno Bruto. Tres: no se está hablando de cantidades absolutas, sino de un porcentaje de los bienes y servicios generados en el país, en este caso de la décimo quinta economía mundial. Según un reconocido especialista en estos temas, actualmente el porcentaje del Producto Interno Bruto dedicado en México a la ciencia y la tecnología es de 0.35%,[3] y esto solamente si se consideran también asignaciones presupuestales en realidad canalizadas hacia actividades de otro tipo.
Es cierto que los escándalos periódicos en torno a burocracias universitarias “doradas”, sobre plagios y otras simulaciones de investigación o sobre becas y publicaciones disfuncionales, ponen de manifiesto que no existe una relación directa entre la magnitud de recursos destinada a la investigación científica y la cantidad y calidad de conocimientos nuevos, que pueden incidir luego positivamente en el mejoramiento de la vida de seres humanos por doquier. Pero también es cierto que un recorrido por muchas universidades, especialmente las “de provincia”, las cuales frecuentemente ni siquiera cuentan con una partida presupuestal formal para la investigación científica, muestra que sus bibliotecas, laboratorios y equipos de cómputo son tan exiguos y anticuados como son contraproducentes sus procesos administrativos en vista de las dinámicas exigidas por la generación de conocimiento de frontera hoy día.
El análisis de la pandemia coronavírica con su nula capacidad de respuesta en toda América Latina y el Caribe (con alguna excepción), que finalmente derivó en la compra desesperada de lo que hubiera dónde y al precio que fuera, ¿no debería ser motivo de una revisión a fondo de nuestro sistema de investigación científica y tecnológica y de sus promesas?[4] ¿No debería constituir desde hace tiempo un impulso igual para tal revisión pendiente los vertiginosos avances de la digitalización y la diseminación de los dispositivos móviles, campo de primera importancia para el hoy y el mañana, en donde América Latina y el Caribe solo participan como consumidores, pero no aportan como creadores?
Hay que destacar que para Luis Villoro la ciencia y la tecnología no eran fines últimos. Un año antes del artículo arriba citado expresó así la función de la ciencia y tecnología para toda la región, la cual veía en busca de un nuevo modelo de sociedad: “La liberación de los pueblos del Tercer Mundo no consiste en llegar a la sociedad de consumo sino en acabar con ella. Tendrán que proyectar para el futuro modelos de sociedad distintos: sociedades igualitarias, que ya no se dirijan a la creación de necesidades superfluas, a la realización del afán adquisitivo de una minoría, sino a la satisfacción de las necesidades básicas, tanto materiales como espirituales, de todos…”.[5]
[1] Ver Ley de Ciencia y Tecnología (Nueva Ley publicada en el Diario Oficial de la Federación el 5 de junio de 2002, artículo 9 bis, adicionado el 1 de septiembre de 2004; <https://bit.ly/45JrHm1>). El texto recientemente aprobado es: Ley General en materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación (Nueva Ley publicada en el Diario Oficial de la Federación el 8 de mayo de 2023; <https://bit.ly/3EaTyQe>).
[2] Con motivo del otorgamiento del doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma Metropolitana a Luis Villoro en 2004, Gabriel Vargas Lozano publicó “La contribución filosófica de Luis Villoro Toranzo” (en: Casa del tiempo, diciembre de 2004; <https://bit.ly/3KWwaKc>).
[3] Javier Flores, “Observaciones sobre el presupuesto para la ciencia en 2023” (en: Nexos, 8 de diciembre de 2022; <https://redaccion.nexos.com.mx/observaciones-sobre-el-presupuesto-para-la-ciencia-en-2023/>).
[4] Ver sobre esto Esteban Krotz, “Sobre ‘esenciales’ II: Ciencia, ciencia y otra vez ciencia… pero ¿cómo?” (en: Común, 2 de marzo de 2021; <https://bit.ly/3QQ2rGw>).
[5] Luis Villoro, Signos Políticos, México, Grijalbo, 1974, p. 14.
(Barcelona, 1947).
Profesor investigador del Departamento de Antropología de la Unidad Iztapalapa de la uam desde 1976. Ha sido editor del anuario Inventario Antropológico. Es autor de Sociedades mayas y derecho y La otredad cultural entre utopía y ciencia: un estudio sobre el origen, el desarrollo y la reorientación de la antropología, entre otros.